Siempre recuerdo
aquellos fines de semana cálidos y emocionantes, distintos y especiales que
pasaba en casa de mi abuela. Recuerdo su delantal limpio, sujeto al pecho con
dos imperdibles. Recuerdo su olor; ella siempre olía muy bien, era una mezcla
de agua de colonia y jabón…Yo salía a la calle a jugar a la rayuela, a la
comba, al escondite, a las muñecas…El sol se combinaba con las nubes de paso, y
los gritos y las risas de los otros niños dibujaban un estado de felicidad que
no he vuelto a sentir nunca más. Todos los espacios estaban llenos de vida;
inventábamos historias invisibles que vivíamos con el rigor de los niños
emocionados. De pronto se escuchaba mi nombre, así como si flotara en el aire.
Era la voz de mi abuela que me llamaba para merendar. Leche caliente con bollos
dulces y tiernos; recién hechos.
Mi abuela siempre tenía
palabras nuevas. Después de la merienda me contaba cosas; cosas que habían
ocurrido hacía mucho, muchísimo tiempo; ella decía que las guardaba en una caja
de cartón. Eran cuentos que inventaba para mí. De príncipes y princesas; de
lluvias lejanas, de países exóticos…Yo escuchaba embobada. Allí frente a ella
podía sentir cuánto la quería. Ella siempre conseguía que el tiempo se
detuviera, que pasara lento, que los días se diluyeran con menos pasos; con
menos peso…Después de la hora de los cuentos se levantaba del sillón para ir a
arreglarse. Se quitaba su mandil y se ponía sobre la blusa que llevara una
rebeca de color azul marino. Se perfumaba y ya en la calle me cogía de la mano.
Íbamos como todos los días a la iglesia de San Diego para ver a la Virgen de
las Angustias. Yo iba dando saltitos por la calle de la Gloria. A veces no
entrábamos en la iglesia porque mi abuela decidía quedarse fuera para rezar
desde una ventana que daba al interior del templo. Yo la observaba muy
descarada pero ella ya no se fijaba en mí. Podía sentirse la emoción que
desprendía su rostro. Desde aquella ventana susurraba palabras hermosas para su
virgen bella. Así…cada día…con fervor, con el alma encendida; así creía mi
abuela; con esa fe que daba sentido a su existencia, con esa confianza ciega,
con esa certeza, con esa veneración, con esa seguridad…y así esperaba la
llegada de noviembre para ver a la virgen procesionar. Para ella, este día era
el más grande de todo el año.
De aquellos días de
procesión yo guardo mil cohetes en el aire, frío de otoño, mi infancia sobre
las aceras, balcones engalanados, el puestecillo de turrones que siempre era de
color azul, bombillas blancas sobre la plaza y esa imagen de virgen triste que
avanzaba lenta y majestuosamente.
Aquel día faltaban
justo dos semanas para que la procesión saliera nuevamente a las calles. Era
viernes por la tarde; era la hora de la merienda y yo tenía diez años…Cuando mi
abuela cayó fulminada sobre el suelo de la cocina ya estaba muerta. Sin embargo
yo, desde mi inocencia de niña le gritaba con todas mis fuerzas. La llamaba
insistentemente. No sé cuánto tiempo pasé arrodillada junto a su cuerpo, pero
allí estuve llorando sobre toda su belleza y su ternura y su pureza y su
humildad…
Durante los años
siguientes la furia contenida congeló mi pensamiento. Nunca había luz detrás de
las ventanas. Las palabras se perdían entre la niebla y mi único deseo era
morirme yo también.
Muy lentamente (pasaron
años) me fui recomponiendo de la pena, del robo, de la desdicha; fui creciendo
de nuevo entre la nieve pero nunca pude soportar tanto vacío en cada soplo de
viento. Hablé con mis padres; ellos siempre creyeron en mí; les dije que había
decidido seguir viviendo. Creo que mi madre, desde que murió la suya, jamás ha
dejado de llorar. Ellos vienen a visitarme una vez al mes y me traen todo lo
que necesito; cada vez los veo más mayores…
Todas las noches tras
los cristales, me asomo a la ventana. Siempre hay sombras que proyectan deseos
incumplidos. No guardo ningún rencor. No tengo nada. Solo mi soledad. Ella
murió y yo solo pude quedarme ahí arrodillada a su lado, durante horas. A veces
lanzo mis preguntas sobre papeles vacíos y siento que en los muros se marcan
las huellas de todas las dudas.
Y esperar otros días,
otros meses, otros años…el poder de todo el tiempo que pasa; sin besos ni
ofrendas, sin oraciones, sin relicarios de plata…solo yo, abrazada a mi propio
silencio…
Cuando decidí que no
volvería a salir jamás de la que fue su casa yo tenía veintidós años. Fue una
decisión firme en base a la inutilidad de las cosas. Sentía que el aire que
respiraba me estaba ahogando, que la tierra y el cielo oprimían mi alma, que
los árboles y los mares no me hacían feliz; así que cerré la puerta con llave y
me quedé dentro; sola y conforme; con toda una vida por delante.