Empecé muy poco a poco;
muy lentamente, como si el tiempo no existiese, como si la distancia y el dolor
no estuvieran oprimiendo mi corazón ahora desierto y reseco.
Cogí del aparador de la
cocina una jarra de cristal de boca ancha y allí comencé a mezclar los
ingredientes. Los huevos desprovistos de su cáscara, cayeron estrellados sobre
el fondo; ahí acababa su existencia y su forma. “Hasta los huevos tienen un
final”-pensé.
El abrelatas es mi
artilugio de cocina favorito. Cuando lo utilizo siento simultáneamente una
sensación de arcaísmo y mecanicidad, de ritmo acompasado y pautado, que de
alguna manera me satisface, me tranquiliza, me relaja y me brinda el gran
descubrimiento: lo que hay debajo de la tapa. Sí señor, es leche condensada,
dulce y densa, apetecible siempre…y ajena a todo lo que yo siento ahora; en
este justo momento. Levanto la lata abierta todo lo que puedo y a esa altura,
bastante considerable, por cierto, dejo caer un chorro espeso que se va
mezclando con los huevos. Pienso en la palabra “naufragio” y creo que me estoy
ahogando.
Ya han aparecido las
lágrimas pero no me importa. Continúo con mi mezcla, con mi condena, continúo
barajando las letras de tu nombre…Hay una tarrina de queso de untar. Hundo
sobre ella una cuchara pequeña y lo hago bruscamente; como si de algo terrible se
tratara…con fuerza…con rabia…saco el queso a cucharadas y lo echo también
dentro de la jarra de cristal.
Como el color blanco es
mi favorito, me centro ahora en la leche entera y en la nata…
Mezclo, muevo, lloro a
esta hora de la madrugada. El ruido de la batidora puede despertar a los
vecinos pero yo insisto, desafiando al silencio…no lo acepto como recurso de
consuelo. Lo desafío. Sigo batiendo…sigo batiendo…segundos…minutos…horas tal
vez. La textura de esta mezcla es perfecta, suave, clara; cálida e inevitable.
Pruebo y me sabe a
soledad; ese dulzor me distancia claramente de los espacios de arena en los que
tú me amabas, en los que olía a ti, a los que siempre regresabas tú.
La mezcla líquida ha
quedado vertida en un recipiente especial para horno; lo abro y la alta
temperatura recibe la cercanía de mis manos como si me reconociera. He
programado el tiempo; toca esperar; me siento en el suelo de esta cocina donde
tú reías cuando me querías. De pronto percibo los gritos, vienen de mí. Te
llamo desde esta esquina. Ahora no puedo moverme; tengo que esperar que la
tarta cuaje…que el color dorado inunde sus rincones, que adopte su forma
definitiva de tarta de queso. Después cubriré su superficie con mermelada de
frambuesa, porque hace juego con mi tristeza, con mi sombra, con mis ventanas…Y
por último me quedaré aquí tirada, en el suelo; a la espera de que algo pudiera
cambiar y permaneceré así: diminuta, solitaria y malherida.