Nunca
había considerado su vida más monótona que otra vida cualquiera. Llevaba muchos
años trabajando en una vieja estación de tren. Allí había aprendido a medir el
tiempo sin mirar el reloj. Las llegadas y salidas de los trenes constituían su
único punto de referencia dentro de una dimensión temporal que debía ser
siempre exacta.
La
estación pertenecía a un pueblo precioso. Era pequeña, recogida, de esas que
solamente tienen lo que los viajeros pueden ver desde el tren: un reloj luminoso
y redondo; un letrero rectangular con letras azules en el que puede leerse el
nombre de la localidad donde uno se encuentra y una cantina que funciona como
símbolo de tradición.
Allí,
junto al primer andén, Cosme Rodríguez había heredado el quiosco de prensa que
siempre perteneció a su padre. Diariamente metido en aquella urna empapelada de
periódicos, revistas y fascículos pudo desarrollar con facilidad y dedicación
una serie de actividades con las que conseguía que los días le resultasen menos
espesos, amenos, distendidos, incluso ociosos. Leía todo lo que llegaba a sus
manos, que no era poco. Prefería las novelas porque eran historias tan mágicas,
completas y ajenas a él que llegó a considerarlas necesarias para vivir. Con
ellas se abría un submundo fantástico lleno de verdades y mentiras que no le
pertenecían, aunque ya al final acababan siendo suyas para siempre.
Ese
afán suyo por la lectura pronto despertó en él la inquietud de escribir. Poco a
poco fue convirtiéndose en un observador de primera categoría. Su posición era
privilegiada, casi estratégica para llevar a cabo ese cometido. Sin necesidad
de moverse asistía diariamente a un desfile de tipos humanos, cada uno distinto
del anterior que se acercaban hasta su pequeño establecimiento o paseaban
alrededor de él. El contacto era escaso así que Cosme aprendió a quedarse con
las primeras impresiones que en él despertaban aquellos rostros anónimos,
aquellos movimientos desentendidos, aquellas múltiples formas de hablar, de
sonreir para dar las gracias o simplemente para decir adiós.
Antes
de que el tren llegase, Cosme preparaba su cuaderno, luego apuntaba para que no
se le olvidasen algunas notas breves que, después desarrollaba cuando el tren
se ponía en marcha otra vez y la estación se quedaba solitaria; como casi
siempre.
A
veces interrumpía sus labores intelectuales y salía a estirar las piernas. Iba
a la cantina, le pedía a Antonio un café calentito, hablaban un rato,
bromeaban, se reían. De los empleados de Renfe destinados allí siempre sabía
quién tenía turno y quién estaba de descanso. Comentaban los problemas de la
empresa y entre todos aportaban posibles soluciones.
Así
era su pequeño mundo, lleno de tranquilidad y perfilado por rígidos contrastes
que se repetían intermitentemente a lo largo de las horas, de los días, de los
meses, de los años... El sol radiante, las noches oscuras, el bullicio, el
silencio, las lágrimas de una despedida, la sonrisa del encuentro, las notas de
color, el cielo gris, los besos lentos, algún que otro desaire... Escenas todas
tan clásicas, tan familiares, que no había forma de imaginarlas distintas y por
debajo de ellas un largo camino; el que marcaban aquellas vías férreas para
siempre interminables y eternas.
Aquella
mañana de diciembre Cosme llegó muy temprano a la estación. El Talgo para
Madrid pasaba a las 7:30. ¡Hacía tanto frío! Sus manos estaban congeladas y sus
pies y su cara. Tiró de las persianas, dio la luz, ordenó cuidadosamente los
diarios, encendió el calefactor para que su pequeño espacio comenzara a
calentarse y se dirigió a la cantina. Antonio había empezado ya con la
decoración navideña. Era muy agradable verlo desempolvar las cajas de adornos
de colores que habían permanecido guardadas desde el año anterior. Cosme se
frotó repetidamente las manos antes de tomarse el primer café del día. La
conversación se encauzó por los inevitables derroteros meteorológicos y quedó
interrumpida por la voz deformada de Luis Tauste a través del altavoz que
anunciaba que el Talgo con destino a Madrid estaba a punto de efectuar su
entrada.
Volvió
al quiosco, se desprendió del plumón y encendió un cigarrillo. El tren llegó
puntual. Vendió algunos cuadernillos de crucigramas, varios periódicos y dos o
tres revistas del corazón.
“Algo
es algo”- se dijo a sí mismo mientras se acomodaba en la mesita redonda que le
era de tanta utilidad para descargar las horas vacías.
El
día anterior había comenzado una labor nueva que ahora se disponía a continuar.
Se le ocurrió mientras hojeaba una revista; aquella sección de contactos
resultaba muy interesante. Había miles de anuncios que se traducían en un
amplio mercado humano lleno de ofertas y demandas sexuales, más o menos
enmascaradas, descaradas, elaboradas.
Era sorprendente. ¡Cómo había cambiado todo! ¡Qué increíble!
Cosme
se divertía desmenuzando cada uno de los anuncios, a veces incluso quedaba
escandalizado. Estaba confeccionando una lista de lo que él consideraba “LO MÁS
INGENIOSO” para añadirlo a su material literario. Se reía con verdaderas ganas
ante cosas tan impensables para él como:
Te
desagrada el sabor a café con leche en los demás. Te agrada que te acaricien y
te penetren por detrás. Jorge. Llámame.
Y
así, absorto en esta tarea reparó de pronto en un anuncio sin firma, se
diferenciaba de los demás porque estaba redactado de una forma directa, como si
se dirigiera exclusivamente a una única persona, una persona conocida de la que
se esperaba una respuesta inmediata. Era extraño y misterioso. Algo dentro de
él se sobresaltó. Era un mensaje limpio, esperanzador. Lo releyó una y otra vez.
No sabía por qué estaba tan seguro de que aquello había sido escrito por una
mujer…
Aún
conservo algo que un día te hizo feliz. Dime dónde estás y será tuyo ya para
siempre. Deja que el sueño comience de nuevo.
Sí, estaba escrito por una mujer. Necesitaba pensarlo así. Quizá
su nombre podría ser María…María, la única mujer capaz de marcar su vida para
siempre. La perdió sin saber cómo pero lo cierto es que se desvaneció. No hubo
palabras ni besos ni lágrimas. Desapareció sin decir adiós y al tiempo se casó
con un hombre que nada tenía que ver con él. Cosme Rodríguez nunca supo encajar aquel injusto golpe. El
golpe de un destino maldito. La quería tanto que hubiese muerto por ella.
Se refugió en la literatura y en el
consuelo que le brindó su padre. Hubo otras mujeres pero ninguna como ella.
Pasaron los años y la muerte de su padre
y llegó la democracia y se hizo cargo del negocio y siguió viviendo a su
manera, aislado en la vieja estación del ferrocarril.
La
remota posibilidad de que aquellas palabras hubieran sido escritas por María
vino a remover los posos de un odio antiguo, tan lejano que le era imposible
determinar en qué lugar exacto de su corazón estaba situado el dolor. El
engaño, la traición, la ausencia, el tiempo, habían sido incapaces de borrar el
inmenso amor que sintió por ella. Siempre conservó intacta a aquella mujer que
le perteneció.
A la otra, la que se vistió de blanco
aquella mañana de agosto la castigó con su indiferencia. Sus ojos no pudieron
mirarla más, sus oídos se negaban a escuchar cualquier comentario referido a
ella, su corazón se encogía cada vez que la encontraba por casualidad y su alma
se agrandaba para hacerle sitio a ese dolor perpetuo.
Las palabras dirigidas a ella jamás
fueron pronunciadas, miles de palabras escritas en páginas blancas encerrando
significados ocultos, prohibidos por el curso que habían tomado los acontecimientos,
significados privados , exclusivamente suyos.
Cada noche, al acostarse, después de
apagar la luz, la volvía a imaginar una vez más como cuando fue suya y recordaba cada palabra de amor, cada beso,
cada promesa perdida sobre la misma cama en la que ella lo amó hasta rozar la
locura; luego repetía mentalmente su nombre y al fin se quedaba dormido.
Aquel anuncio había alterado el ritmo
lento de su corazón empobrecido que ahora le latía fuerte y vital ansiando ser
escuchado, ser correspondido:
Deja
que el sueño comience de nuevo...
Deja
que el sueño comience de nuevo...
Sabía que su marido había muerto. Estuvo
mal pensar de inmediato en aquella mujer libre, en aquella mujer que quizá aún
conservaba algún recuerdo de los años que compartieron... ¡Qué podía haber de
malo en sentir el mensaje de la revista como una señal, una señal de María, su
vida entera. Hacía tiempo que le pasaba esto; desde la muerte del marido
imaginaba continuamente que María se ponía en contacto con él. ¡Qué estúpida
esperanza, después de tanto tiempo! ¡Qué mente retorcida la suya! Pero…sentía
algo indescriptible, intangible; una emoción palpitante, un deseo oculto, un
presentimiento… Y por mucho que se recriminara a sí mismo lo sentía como algo
inevitable. Determinó tranquilizarse un poco; cuando entraba en ese estado
sentía como si dentro de su corazón hubiera gelatina que él imaginaba de un
color rojo intenso.
Eran las dos cuando llegó a casa, ya más
calmado. No tenía hambre. Se echó en la cama y puso el viejo transistor. Durmió
alrededor de una hora y despertó suavemente al ritmo de la melodía de su
programa de radio favorito. Se sentía bien, era justo ese momento de intersección
entre sueño y realidad. La locutora comenzó sin preámbulos a leer lo que
parecía una carta y él se abandonó a escuchar aquellas palabras todavía con los
ojos cerrados.
Querida señorita Mara :
Le escribo desde el Sur, desde un
lugar cualquiera donde la tierra aún
sigue oliendo a recuerdos lejanos. A mis sesenta años podría ser una mujer sin
nombre.
A estas alturas contemplo mi pasado con ironía. Ahora que para mí la
muerte está mucho más cerca que la vida me río a carcajadas de todos mis
miedos, de mis prejuicios y de la cobardía más absoluta
que constituyó el motivo de mi infelicidad.
Nunca he sido una mujer feliz. He
tratado de sobrellevarlo lo mejor que he podido, he silenciado siempre mis
verdaderos sentimientos y he fingido, he actuado como la mejor de las actrices
engañando a todos los que me rodean. Nadie ha conocido jamás mi secreto. Jamás.
Puede creerme.
Hace años que escucho su programa y
en él he aprendido que la soledad es patrimonio de todos, de miles de vidas que
parecen normales. Y es que todo puede llegar a ser tan normal.... ¿No cree?
Una casa preciosa, un buen marido,
dos hijos, un trabajo respetable, una cierta vida social, vacaciones en
familia. ¿Qué más se puede pedir? No tiene cabida la soledad, y la infelicidad
sencillamente no está permitida. Nadie se plantea nada más. Nunca fui demasiado
inteligente. Si lo hubiese sido no estaría en este momento escribiendo esta
carta, dispuesta a enviarla a un programa de radio de máxima audiencia para que
allí se haga pública esa parte de mi vida que yo misma decidí desterrar. En
definitiva podría decirle que me dirijo a usted
como la única forma de liberación que se me ha ocurrido. Sigo siendo una
cobarde, lo sé pero no crea que me resulta fácil; esta carta puede ser un
comienzo, así lo entiendo y así lo espero.
Mi matrimonio fue un matrimonio de
conveniencia. Ya sabe, eran otros tiempos, mi familia adinerada y mis padres
autoritarios. No tuve fuerzas para enfrentarme a ellos. Ellos que eligieron su
propia vida, se pusieron igualmente al mando de la mía y yo no hice nada,
absolutamente nada por evitarlo.
Marcelo Cuevas (comprenderá que se
trate de un nombre ficticio) era el hijo de un padre con posición, de un padre
afín al régimen; dos motivos suficientes como para ser el hombre elegido. Antes
de su primera visita oficial a casa mi padre me advirtió, me exigió que por el
bien de todos debía casarme con él. Mi madre estaba de acuerdo y se disponía
feliz a llevar a cabo todos los preparativos.
Aquella puñalada me mató en el acto
y quizá porque ya estaba muerta me dejé arrastrar.
Nos casamos.
Nunca le dije que no lo quería,
pero jamás escuchó tampoco que lo amaba. Tuvimos dos hijos que fueron para mí
una bendición del cielo hasta que se hicieron mayores y volví a encontrarme de
nuevo con aquél extraño cara a cara, cuerpo a cuerpo, sin aliento, sin
palabras, con ese odio creciente que una no sabe hacia dónde dirigir porque es
difícil pasar una vida entera odiándose a sí misma. No me atreví a proponerle
el divorcio, no me atreví a hablar con mis hijos, no me atreví a nada, nunca,
ni siquiera a cambiarme de habitación. El monstruo crecía dentro de mí, como
una especie de bestia incontrolada que siempre se me ha salido por los ojos.
Marcelo, el padre y esposo
ejemplar, murió el mes pasado. Fue llorado por sus hijos, por sus familiares
más cercanos y por sus amigos, sin embargo, su mujer, fría, hierática y distante,
como siempre, no derramó ni una sola lágrima....
Lloro en soledad, sin que nadie me
vea. Percibo el desprecio de mis hijos que no han vuelto por casa desde el día
del funeral, son las víctimas indirectas, los que nunca pidieron estar aquí.
Ellos jamás me perdonarán la indiferencia con la que traté a su padre. Lloro
por Marcelo, el que nunca quiso
retirarse, lo recuerdo constantemente, sufriendo por mí, amándome en silencio
sin esperar nada. Sus esperanzas se desvanecían a diario pero siempre sabía
encontrar fuerzas para demostrarme que seguía ahí, por si acaso. Y de mí, ya le
digo, me da risa, no lo puedo evitar. La vida ha cambiado tanto, este país
nuestro ha cambiado tanto, que mi historia ya no se sostiene.
Estoy decepcionada de mí misma, harta
de haber provocado a mi alrededor este caos irremediable, loca de
arrepentimiento por haber causado tanto daño, cansada de sentirme una mujer sin
vida, avergonzada por permitir que todo esto me haya ocurrido por una radical
falta de valor. Siento asco de mí. Pero se acabó. Por absurdo y ridículo que
parezca tengo que decirlo de una vez, tengo que sacarlo fuera:
Durante toda mi vida he amado a
otro hombre, un hombre al que no me estaba permitido ni mirar, por su escasa
condición social y por una ideología política no compartida por mi elevada
familia.
Todo lo que sé sobre la justicia,
la libertad y el amor me lo enseñó él. ¿No le parece gracioso?
Yo tenía veinte años y estaba
enamorada, enamorada de un hombre perfecto, especial, diferente. Los
sentimientos más puros, los únicos que he tenido en mi vida se vieron
enturbiados por las mentiras piadosas que nos permitieron continuar aquella
historia de amor durante cinco años. Una vida demasiado corta...
Él era hijo único, como yo. Su
madre había muerto y su padre trabajaba todo el día en un pequeño quiosco de
prensa situado en la estación del tren.
Su
casa estaba disponible durante la mayor parte del día así que aquél era el
lugar de nuestros encuentros. Encuentros dulces de besos cálidos, de caricias
interminables, de lecturas prohibidas, de canciones de amor, de poesía, de
largas conversaciones sobre aquellas sábanas blancas... Él quería cambiar el
mundo, admiraba a su padre profundamente, era joven, espontáneo, sincero,
valiente y honesto.
Aparte de todo esto ni él, ni su
padre tenían mucho más que ofrecer.
Pude mantener aquel secreto
alrededor de un año.
Durante los dos años siguientes las
advertencias de mi padre comenzaron a pesarme como una losa. Los dos últimos
años fueron un infierno.
Todo acabó la noche en que mi padre
me ordenó que me casara con Marcelo por el bien de todos. Aquella noche me
amenazó, me dijo que si yo no cumplía con lo que me estaba ordenando “aquel
mequetrefe y el inútil de su padre” aparecerían muertos a la mañana
siguiente.
Lo creí porque hubiera sido capaz
de hacer uso de sus “influencias”, como a él le gustaba decir. Contesté que sí.
La boda se celebró seis meses
después de aquella noche maldita. Durante todo ese tiempo estuve continuamente
vigilada, encerrada en casa, recibiendo las exclusivas visitas de Marcelo, el
novio feliz, el hombre bueno y sin honor que decidió compartir la vida con la
mujer de sus sueños a pesar de saber que nunca, jamás ganaría nada.
No pude darle ninguna explicación.
Después de la boda lo vi un día por
la calle. Pasó de largo como si no me conociera, un nudo en la garganta me
impidió gritar su nombre, no pude gritar que lo seguía queriendo con todas mis
fuerzas. Se alejó rápidamente, sin mirar atrás. Despreciada por el hombre que
he amado y querida por el hombre que he despreciado. Esta ha sido mi historia,
mi drama personal proyectado sobre mis hijos que también me desprecian.
¿Usted cree que podrían llegar a
entenderme? ¿Cree que ha sido fácil para mí hacer infeliz a un hombre que
lograba conmoverme siempre? ¿Cree que renunciar al amor de mi vida valió para
algo? Quizá para salvarlo pero ¿quién me asegura que mi padre no mintió aquella
noche?
Esta ha sido la historia de una
cobardía. Me gustaría que leyera esta carta en su programa, créame; se lo agradecería mucho. Por la memoria de
Marcelo al que quise a mi manera y por él, el hombre que sigue ocupando mi
corazón como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, por aquella pasión
sin límite, por los cinco años de felicidad que hasta este momento siguen
siendo eternos e inamovibles.
Nunca se fue de aquí, no se casó,
nunca volvió a mirarme a la cara y jamás cruzó una palabra conmigo. Mi amor
quedó sepultado por ese silencio que queda tras los grandes secretos, y por esa
extraña fuerza que alimenta la imposibilidad ante la vergüenza.
Después de treinta y cinco años
estoy decidida a acercarme de nuevo a él.
Este será un homenaje para mí.
Después de todo ¿qué tengo que perder?
Afectuosamente, se despide de usted
una amiga.
Ya
estaba incorporado, con los zapatos puestos; sin pensarlo más se dirigió a la
cabina telefónica que había frente a su casa. Desde allí le contó a una voz
masculina que creía ser el destinatario de la carta que acababan de leer en el
programa. Pudo sentir el impulso del arrebato, la ilusión renovada, la fuerza
de un corazón lastimado que alberga una esperanza y sobre todo el miedo.
Entonces aquella voz dijo:
-Cosme, en unos segundos escuchará la
señal y estaremos en el aire.
Solo
tuvo tiempo para susurrar con lágrimas en los ojos aquel verso de Neruda:
“Aunque éste sea el último dolor
que ella me causa”
-Buenas tardes, ¿me dice su nombre?
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