lunes, 12 de junio de 2023

28 DE MARZO DE 2020. SÁBADO

 

La muerte de mi madre sucedió cuando yo tenía diez años. Fue un golpe muy difícil de digerir, sobre todo para alguien como yo, que hasta ese momento desconocía el significado de “golpe muy difícil de digerir”. Tampoco sabía lo que significaba “leucemia”, ni “rabia”, ni “soledad”, ni “luto”.

Aprendí rápido.

Recuerdo que de aquella etapa me escandalizaba mi risa, mi propia risa. Me sentía culpable cuando se me escapaba, no quería que ocurriera, pero a veces no lo podía evitar. Y entonces pedía perdón mentalmente, no a dios ni a mi madre; no sé muy bien a quién me dirigía, pero pedía perdón muy bajito, susurrando; lamentando profundamente haberlo hecho, haberme reído. Pensaba en ella constantemente. Reconstruía su rostro lentamente y la imaginaba con sus diferentes vestidos, a cámara lenta, frente al espejo del cuarto de baño; pintándose con su lápiz de labios de color rojo. Yo siempre pequeña, sentada sobre el borde de la bañera; apoyados mis brazos en el lavabo y mis ojos mirándola. Yo siempre fascinada con su maquillaje y el olor de sus cremas y su piel tan suave.

Ella, siempre grande ante mi mirada infantil, porque me consolaba cuando lloraba, me explicaba cuando no entendía, me ayudaba cuando la necesitaba y me quería también cuando no se lo pedía.

Mi primer sobresalto fue al darme cuenta de que había olvidado su voz. ¿Cómo sonaba la voz de mi madre?

No hay comentarios: