martes, 20 de junio de 2023

5 DE ABRIL DE 2020


 Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada, se quedaron así, cuando el presidente del gobierno decretó el Estado de Alarma. Habían decidido separarse. Ella se instalaría temporalmente en la casa de sus padres octogenarios; él buscaría un destino sobre la marcha; aún no tenía nada visto. Las cajas con las cosas de ambos estaban empaquetadas, desperdigadas a lo largo y ancho del pasillo. Tenían pensado hablar con el casero en un par de días, recuperar el dinero de la fianza, repartirlo y despedirse para siempre. Pero ese confinamiento del que hablaba el presidente lo cambiaba todo. Analizaron la situación por independiente y los dos llegaron a la misma conclusión: se quedaban. No salían de casa más que lo imprescindible, no se relacionaban con nadie y entre ellos no hablaban jamás. Aprendieron a cubrir sus necesidades con lo mínimo, aprendieron a vivir en soledad, sin coincidir en los espacios comunes, aprendieron a no darse nada, a no buscarse, a no lamentarse. Se vieron obligados a habitar de nuevo aquella casa, una casa que ya no era un refugio para nadie. Y así pasaron los días infinitos.

Cada uno encerrado en sí mismo, fingiendo por teléfono que nada más allá del aislamiento ocurría. Un día, él no pudo más. Abrió la ventana y gritó con todas sus fuerzas:

-¡¡¡Por favoooorrrrr, que todo vuelva a ser como antes!!!

Ella salió de su habitación impresionada por el grito y muy asustada. Lo encontró allí, tan triste y tan insignificante como ella misma se sentía. Se miraban fijamente y sin darse cuenta se acercaban. Lloraban sin ruidos y sin darse cuenta se acercaban.

Se encontraron. Se abrazaron compadeciéndose de sí mismos y sin darse cuenta se besaron.

Ese fue el momento justo que determinó el resto de sus vidas.

 

 


Recuerdo cuando de niña iba al mar. Puedo ver mi propia sonrisa y me puedo ver a mí misma, pequeña y sorprendida, admirando la belleza que más me ha estremecido siempre: la belleza del color azul. Desde aquí echo de menos aquella inocencia, aquella ignorancia de casi todo. Echo de menos la libertad intacta de la que disfrutan los niños. Echo de menos la sensación de la arena escapando entre mis dedos.

Me he empeñado en resistir. “Yo me quedo en casa”. Por mí y por los demás. Es lo que tengo que hacer. Estoy muy convencida, aunque también estoy triste y enfadada…con insolidarios, con prepotentes, con inconscientes.

El miedo a la dificultad para respirar, a la tos, a la fiebre…sigue presente, aunque por ahora no he desarrollado ninguno de los síntomas.

Así que permanezco instalada en esta orilla imaginaria, desde la que lanzo (para que desaparezca eternamente) otro día más de aislamiento.

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