A veces los miedos se convierten en fobias y cuando
esto ocurre uno no puede atravesar un espacio abierto; uno no puede tocar nada
sin sentir la extrema, la inmediata necesidad de lavarse las manos; uno no
puede dejar de sentir esa angustia que le producen las mujeres rubias o la
incapacidad absoluta ante un hombre con barba.
Cuando esto ocurre la patología cae sobre ti, te
atrapa, anula tu voluntad yen tu interior se desencadena el caos, la
perturbación que provoca cualquier imposibilidad. Es eso; sencillamente imposible.
Yo, puedo pasear por la calle soportando el peso de
mis incógnitas ante toda esa gente que se cruza conmigo.
Puedo entrar en una tienda de comestibles y comprar
pan, mantequilla y leche, compadeciendo al triste vendedor que cada día adorna
su monótona existencia con una corbata diferente. Odio sus múltiples sonrisas
artificiales; una para cada cliente, y me avergüenza esa corbata anacrónica y
descontextualizada, sobre todo cuando se apoya en el estante que contiene miles
de rollos de papel higiénico apilados. La persona cuyo cometido en el mundo es
facilitar que los demás se despojen de sus inmundicias, nunca debería llevar
corbata.
Puedo entrar en una perfumería y absorber los aromas
que me transportan hasta un recuerdo lejano escuchando los consejos sobre
belleza que una dependienta estirada y extremadamente maquillada da a una mujer
mucho más guapa que ella. Me resulta tan absurda como su cerco de maquillaje;
tan mal extendido que es a partir de su cuello donde se puede descubrir la
verdadera tonalidad de su piel. Habla lentamente, de manera pastosa,
vocalizando estúpidamente palabras como “cutis”, “grasa”, “poros” y
“transpiración”. Gesticula exageradamente con sus manos rechonchas haciendo
gala de una laca de uñas que va a juego con la de las uñas de sus pies. Sus
cejas depiladas abren paso a unos párpados eternos, sombreados con tres colores
que oscurecen unos ojos redondos, pequeños, incapaces de revelar algo más; algo
enigmático, mistérico, personal. El rímel se concentra en sus cortas pestañas
apelotonándose en pequeñas bolitas negras que claramente le impiden una visión
nítida. Sus labios están perfilados por encima y por debajo de donde
correspondería y el color es exacto al que lleva en la parte intermedia de los
ojos. Cuando sonríe todos sus dientes aparecen manchados de carmín y el
resultado final es patético.
Puedo eternizar los momentos en un parque en el que
los niños sonríen y juegan, desinhibidos, inocentes, perfectamente adecuados a
un mundo que está por descubrir; sin embargo las reuniones de madres me
entristecen enormemente. Me deprimen sus alardes de maternidad porque sólo son
y serán madres. Me revienta que individualicen una facultad que es común a
todas las mujeres de este mundo y detesto ese amplio monotema que abarca desde
largas noches sin dormir hasta ofertas magníficas de pañales, pasando por
estrías en el pecho y en el vientre, biberones, potitos, nombres de pediatras y
balbuceos con los que imitan a sus niños. Empequeñecidas, se han olvidado de
ellas mismas y ya nunca reflexionarán sobre lo que fueron o sobre lo que
pudieron llegar a ser. Y así, sin nada más, lo justifican todo por la absoluta
dedicación a sus hijos, unos hijos que jamás les pertenecerán para siempre. Y
esto es tan evidente que me dan pena. No lo puedo evitar.
Puedo ir al cine y dejar que mis emociones se
remuevan, abandonándome al llanto, a la risa, o simplemente reflexionando sobre
lo que me haya parecido interesante. La película puede gustarme o no, puede
hacerme pensar o no. Es todo. Entonces ¿por qué siempre me asaltan las
ingeniosidades verbales del gilipollas de turno que ha leído tres libros y
cuatro revistas especializadas y por este motivo tan pobre y escaso acaba
cuestionando hasta el título? Los planos, el encuadre, la luz, la intencionalidad
comercial, la banda sonora, la taquilla, los paisajes, incluso los interiores
me importan una mierda y más cuando todos estos aspectos sólo sirven para que
el mismo idiota monopolice la misma conversación en las mismas situaciones siempre.
Fue precisamente una película la que inauguró mi
particular historia. Era un corto. Lo vi cuando la tele carecía de color y la
decisión nocturna se limitaba en todas las familias de España a la primera
cadena o al U.H.F. Protagonizado por Jose Luis López Vázquez, captó mi atención
de inmediato y logró aterrorizarme. Se llamaba “La cabina”.
El actor entra de forma normal con la intención de
hacer una llamada telefónica, la cabina queda bloqueada y él no puede salir.
Mantiene la calma porque confía en que cualquier transeúnte le prestará su
ayuda. Sin embargo, el tiempo pasa, la gente pasa por delante y nadie,
absolutamente nadie parece percibir su presencia. Lo que al principio parecía
un problema fácil de resolver acaba siendo un horror claustrofóbico compartido ya
por el espectador. El actor pálido y aterrado no deja de golpear los cristales
de esa cabina maldita y nadie lo ve, nadie lo escucha, nadie comparte con él su
absoluta desesperación; sólo el espectador. Yo no perdía la esperanza de que
alguien reaccionara, de que cualquiera descubriera el drama de ese hombre ya
casi enloquecido. Entonces le haría una señal para tranquilizarlo y volvería
con ayuda.
Toda esperanza se desvanece cuando un camión-grúa
arranca la cabina del suelo y la traslada con la víctima dentro hasta una
especie de cementerio de cabinas. En todas y cada una de ellas descansa el
esqueleto de personas que como Jose Luis López Vázquez sólo quisieron hacer una
llamada. La expresión de su cara al asumir que ese era su final se me quedó
grabada para siempre.
Mi psicólogo dice que tenemos que trabajar... que
vencer un miedo no es tan difícil... que dos veces por semana es suficiente... que
le hable de mí...que colabore... que si él supiera cuál es la raíz… que lo
intente... y yo, que lo odio profundamente, lo miro a los ojos y le deseo con
todas mis fuerzas la muerte más indigna. Me recreo imaginándolo putrefacto con
un teléfono entre las manos.
Mi mirada lo descoloca, lo pone nervioso y sé que
entonces yo soy su miedo.
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