Han pasado veinte años y yo jamás volví a ser el
mismo.
Un día lluvioso siempre es sorprendente, anómalo y
bello. El cielo lo tiñe todo de un gris nostálgico capaz de atravesarme el alma
con sentimientos, deseos y recuerdos escondidos.
El agua cae entrecortada y en forma de miles de
lágrimas me transmite la tristeza inevitable.
Aquél día llovía. Llegué del colegio empapado,
esperando encontrar a mi madre en la cocina. Me estaría preparando una enorme
rebanada de pan con mantequilla y azúcar. El vaso de leche humeante, ya estaría
sobre la mesa y ella cantaría aquellos fantásticos boleros mientras recogía las
migajas de la encimera y fregaba los utensilios que había utilizado para
preparar mi merienda.
Su sonrisa y sus besos llenarían aquella tarde dulce
de Cola Cao caliente, de deberes junto a
la estufa. A veces yo miraría cómo ella distraídamente planchaba o cosía o leía
una revista.
Quizá mi padre llegaría de viaje, por sorpresa, como
siempre y la invitaría a salir a pasear bajo la lluvia.
Hubieran cogido un paraguas y hubieran salido a la
calle agarrados del brazo, sonrientes.
Podría haber sido una tarde más.
Una tarde de agua sobre los colores del paraguas de
mi madre que hacía juego con el arco iris.
Cubiertos de libertad hubieran avanzado en su camino
disfrutando de “esa bendición del cielo”- como ella decía - , del placer de ir
saltando los espejos del suelo.
Yo me hubiera quedado en casa, esperando, al menos
hasta que anocheciera...
La lluvia caía incesante. Yo corría desesperado por
llegar. Atravesé la puerta de entrada y los ojos de mi madre se clavaron en mí
llenos de horror. Me quedé paralizado. Una vez más trataba de entender qué
estaba pasando.
Mi padre apestaba a alcohol y gritaba insultos
mientras le pegaba y la empujaba cada vez con más fuerza. Estaba sucio. Su
aspecto siempre me parecía patético: las marcas de sudor en su camisa raída, la
barba cerrada espesando su expresión terrorífica, sus ojos vidriosos perdidos
en algún lugar maldito, su pelo grasiento y esos pantalones mal ajustados por
debajo de su prominente barriga. Olía a su presencia. Era una mezcla de grasa
de coche y humores corporales. Estaba como loco. Decía que mi madre era una
puta, que ya sabía él a qué se dedicaba mientras estaba en la carretera “tirado
como un perro”...
Entró en su dormitorio y sacó la escopeta de caza.
Transcurrieron unos segundos en los que mi madre llorando me gritó que
corriera. Yo no podía moverme, no podía llorar, no tenía fuerzas.
Disparó dos veces, muy cerca de ella. Apuntó al corazón.
El corazón roto de mi madre sangraba mientras él cayó de rodillas sobre aquél
charco rojo y espeso por el que se escapaba la vida de mi madre y mi propia
vida. Sin embargo, yo seguía ahí, esperando que ella, como otras veces se
levantara diciéndome que no pasaba nada, que era la hora de merendar.
Sus ojos se quedaron abiertos y en aquella expresión
había algo de belleza y de paz.
Él cogió su escopeta de caza y fue una tarde de
sangre, una tarde negra en la que todo se detuvo cuando mi madre cayó muerta
como si de un castigo del cielo se tratara.
Mi madre traspasada por dos balas cruzó el umbral
del más allá y toda su vida quedó convertida en un espejismo. Quizá viera una
luz al final del túnel, una luz que, por fin, se extinguió.
Cargué sobre mi espalda la muerte de mi madre y he
alimentado cada día el odio visceral que siento por mi padre desde que esto
ocurrió.
Pero, cuando en un día de lluvia el sol se asoma
entre las nubes, su poder es absoluto y la luz vuelve a traspasar mi vida
recordándome que las gotas de agua son pasajeras.
Siempre pasa la lluvia.
Entretanto, el arco iris me hace esbozar una
sonrisa. Su misterio hace que me sienta bien y detrás de mi ventana espero
seguir aquí, al menos hasta que anochezca.
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